La lluvia, la muerte, la vida
Los días 1 y 2 de noviembre en Bolivia se celebra “Todos Santos”, fecha de profunda tradición que asienta aún más lo identitario. Compartimos una crónica de cómo se vive la jornada en el cementerio paceño “La Llamita”.
Por: Sebastián Moro
De un rejunte de Wikipedia y de prejuiciosas notas periodísticas que oscilan entre el policial amarillo y el subgénero “municipales” puede inferirse que el cementerio popular “La Llamita”, en el distrito “Periférica” ubicado al norte de la ciudad de La Paz, surgió “clandestinamente” a mediados de los años ‘70 por necesidad de los vecinos de la zona de dar sepultura a sus muertos en pobres lápidas situadas directamente sobre la tierra en las verticales laderas de un cerro. Hasta 2017, cuando por la construcción de una estación de la línea naranja del teleférico fue remozado y mínimamente saneado por las autoridades a instancias de “los deudos”, el cementerio no tenía ninguna clase de institucionalización oficial.
Año tras año, cuando los periodistas abordan el día de “Todos Santos”, como en puntillas de pie y tapándose la nariz con dos dedos, se habla de “antro de infección”, de que “las tumbas y la basura están por todo el lugar, no existen pabellones o tumbas donde sepultar los cuerpos, de ahí que todos los nichos están en la tierra, algunos sin nombres, otros se encuentran profanados, en tanto que algunos sirven para rituales malignos, un grupo de indigentes son los dueños del lugar y conviven con los muertos, entre olores de cadáveres en descomposición que se desprenden de las fosas semienterradas”; y sin “las condiciones básicas que requiere un cementerio como vías, calles, callejones, agua, energía eléctrica, un administrador, un sereno y obviamente la respectiva seguridad a los dolientes”.
Decidido a no dejarme contaminar por fuentes falsamente “objetivas”, llegué sin lecturas previas de ninguna clase hasta “La llamita” este viernes en el que se funden en rito celebratorio y a la vez doliente, la ancestral tradición andina del Aya Markay Quilla con el Día de los Muertos cristianamente impuesto a espada y crucifijo por conquistadores y colonizadores. Mi curiosidad había surgido desde la primera vez que volé en teleférico , hace largos meses ya, cuando vi desde una cabina naranja el rosario de tumbas desperdigadas que, “ahí abajo”, anhelaban al cielo abierto y tan al alcance de la mano vaya a saber qué descanso, qué treguas, qué venganzas, qué resurrecciones. El pedido a distancia de una amiga mendocina para que hiciera una crónica y la recomendación de una compañera de trabajo para que visitara el lugar en el día oportuno hicieron el resto.
La jornada amenazaba torrencial ya desde la mañana, pero estaba decidido a aventurarme en el día feriado y así es como me sumí en el vertiginoso contraste entre la híper-modernidad y la arquitectura y el aire tradicional que por doquier brinda esta ciudad. Desde la altura de “mi cerrito” bajé las quince cuadras hasta las avenidas que desembocan en El Prado, di con la pasarela espejada y de muy reciente construcción que conecta a través de ascensores la línea azul con la línea blanca del teleférico, me fui embriagando con el paisaje alucinante de la urbe bajo lluvia, pagué mi boleto con “conexión” y por vez primera subí a una cabina blanca. Cruzando Miraflores saludé como un estúpido a mi lugar de trabajo y, mientras sobrevolaba la avenida Busch, puse ojos, oídos y corazón en un matrimonio con una nena y un nene que supe, por sus bolsos y su dicha particular, llevaban el mismo itinerario que el mío.
“Fin del recorrido” dijo la amable empleada del teleférico e indicó cómo conectar con la línea naranja a los pasajeros que así lo desearan que, obviamente, éramos casi todos. Un gentío de familias, niños y ancianos, con bolsos repletos de botellas de agua para la challa con comidas y dulces y flores para las mesas que serían quemadas y con plásticos desplegables, paraguas e impermeables de todo tipo, se agolpaba paciente en las puertas de las cabinas y en el resto de la estación. Como el hombre de la multitud de Edgar Allan Poe, sólo me dejé llevar. Ya con el aguacero rompiendo calles y tierras me emocioné al ver desde el tendido aéreo “La Llamita” y sus devocionarios invencibles ante el aguanieve, los violentos goterones y las piedritas contumaces.
Son 200 metros desde la estación al cementerio y los recorrí encapotado hasta las orejas, siguiendo el hormiguero humano entre callecitas desbordadas de puestos de chapa y nylon que vendían todo lo necesario para la jornada, desde las consabidas flores hasta el asadito en bandeja plástica. Agua por doquier, mucho humo y el vocerío incesante de vendedoras y visitantes eran el sendero, mientras que tres polis a resguardo que boludeaban con sus celulares eran la impavidez oficial. Por fin el ingreso, donde un deslucido cartel inútilmente prohíbe tanto entierros como exhumaciones. Y fue nomás pisar el camposanto para que el cielo se descerrajara del todo.
Repasé en segundos mis muertos y todos nuestros muertos, saludé a Néstor en el cielo, y me mimeticé entre la algarabía de las familias que compartían todo con sus difuntos en medio de corridas y urgidas protecciones por la lluvia helada en medio de las tumbas. No había desgarros, los gritos eran invocaciones felices a los cielos, las risas un conjuro a las inclemencias del tiempo y del destino, los rezos en aymara y en quechua, mezclados con español, una caricia a los seres queridos. La gente iba y venía, nenas y nenes correteaban entre las lápidas, las viejas y los viejos acurrucaban sus cuerpos en cuevita y una banda de musicantes no paraba de atronar los truenos.
El profundo respeto por la mancomunión más la proverbial timidez de las mujeres y el contexto de tormenta hicieron prácticamente imposible que tomara testimonios. El primero fue Santos, que en medio de los baldazos de agua que nos caían resumió todo el significado de aquello como “un acto de amor por las personas que queremos”; luego vino Gery, que me habló de esa y otras tantas ceremonias-celebraciones que fortalecen el espíritu de sus pueblos; y cerró Sarita, la más sabia, que cuando le pregunté por la identidad y por Halloween se acordó de la posmoderna Santa Cruz de la Sierra y espetó: “por mí que se les caiga el cielo”. Mojado hasta los tuétanos opté por volver, ellos, ellas, no se moverían de ahí. Y otra vez: caminata entre vivos y muertos, teleférico uno, teleférico dos, pasarela descendente y la subida infinita.